Plantearse obviedades puede volver loco al más sano. ¿En qué piensas cuando te dejas llevar por la inercia de unas escaleras mecánicas, o cuando oyes música con las manos pegadas al volante? Hundirse en reflexiones circulares que no nos llevan a ninguna parte no es algo original, es una característica humana que nos ayuda a sentirnos únicos, enterrados, con la mierda hasta el cuello, poseedores de la luz y del fuego, dueños de la incertidumbre y sedientos de respuestas. Porque ese sentimiento de soledad frente al muro que es la masa, sin problemas y que todo comprende, es común a todos nosotros.
Yo ahora mismo estoy en el sofá de mi casa, mirando tus ojos (que no están) en la pantalla de este ordenador, y el vacío me inunda como un mar negro (la segunda vez que escribo hoy vacío), y me pregunto por qué no puedo ser como los otros, cuando, en realidad, soy igual que todos ellos, cuando en realidad se que, tal vez, los otros no miren tus ojos de gata negra, y lo que están mirando sea las válvulas del motor de su coche nuevo, o las medias de cristal, o el partido de futbol, o las líneas rectas de letras proustianas, o degustando la intelectualidad posmoderna de un programa de la 2. No importa, todos, en un instante concreto nos paramos y miramos al frente, y sentimos que ese frío e irritante vacío nos llena de humo, nos rodea de inseguridades, de porqués, de miedos e insatisfacciones. Nos sentimos solos y únicos, tristes y alejados de esa masa-muro contra la que chocamos y a la que no entendemos, esa masa-muro compuesta por corazones pensantes que laten al compás de las agujas del reloj eterno. De nuestro reloj eterno.
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