Cuando volvió al hostal eran las cinco de la mañana. Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que había bebido no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración.
Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de la capital sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, tipos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Hugo, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad. Pero entonces, pensó Hugo, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.
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