Paseaba inquieta por aquel pasillo de suelo ruidoso. A un lado el salón, desde el que salían a borbotones las notas de una guitarra aporreada con esmero, al otro, el silencio, las escaleras subiendo a la buhardilla, el frío. Y ella en medio, pensando ¿Qué leer? Había empezado hacía unos meses la lectura de "La broma infinita" de David Foster Wallance, pero, a pesar de que llevaba mucho tiempo con deseos de sumergir su nariz entre las páginas que aquel brutal (por tamaño y por contenido) libro, era incapaz de engancharse a él, de devorarlo como normalmente devoraba todo lo que caía en sus manos. Tras mucho pensarlo concluyó la lectura casi al principio del enorme libro y, asustada ante la grandeza, decidió comenzar a leer algo más liviano, menos pesado (literalmente). Pasó su dedo de uña mal pintada por el lomo de los libros colocados en la segunda planta de la estantería del pasillo y descubrió, oculto entre libros de cuentos "El amante" de Marguerite Duras. Lo abrió y vio esas letras grandes, líneas espaciadas, párrafos cortos y hojas gruesas. Un libro corto y ligero, pensó, perfecto. Se sentó en el frío de la escalera y dispuesta a dejarse llevar por la delgadez del libro que tenía entre sus manos, ignorante del peso real de aquellas palabras entre las que se disponía a perderse.
Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó... Narrado en primera y en tercera persona, "El amante" cuenta la desesperación, la desdicha, la ira, el amor, la muerte, el hambre, el semen, el deseo, la soledad, la guerra, la juventud, la vejez temprana, los olores del dolor, los sabores del castigo. Lo cuenta todo, con letras grandes y frases espaciadas, en párrafos cortos y concisos, lleno de desgarradoras descripciones, de viajes en el recuerdo de Duras, en su sufrimiento. Ella se quita las máscaras, la ropa, el sombrero rosa masculino, se lo quita todo y queda en cueros ante el lector, que, al mismo tiempo, se desnuda a si mismo con cada palabra. Y ese es el libro que eligió y que leyó esa misma tarde, enganchada, destrozada por dentro, sintiendo el dolor en Indochina, el dolor en París, el dolor de la guerra y del amor, y leyó y releyó una frase que todavía hoy baila en su retina:
Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar ante una puerta cerrada.
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