Busqué un vestido negro de cóctel porque pese a las circunstancias, no dejaba de ser una fiesta. En mi ultima conferencia había estrenado unos tacones de infarto que aún conservaban el brillo del último lustrado.
Habían pasado años de la última vez, y siempre le había gustado mis piernas.
Tenía que ir a ese funeral.
Una redecilla negra que cubra un poco mis ojos brillantes y nada más.
Llegué a la iglesia y no me sorprendió verlas. A todas ellas. Unas más emocionadas que otras, unas más envejecidas que otras, más solas que otras. Pero todas ellas, presentes.
Era increíble la sensación de calor que se respiraba en la sala, un aire casi mundano y pasional. Cuántos deseos estaban encarnados en esos bancos, en esos vestidos, en los escotes.
Era un funeral.
Miré de reojo y observé que todas ellas se abanicaban de alguna manera. Mis piernas empezaban a sudar y mi sexo a palpitar, pero no existía nada más que la presencia del muerto, la mezcla de perfumes importados, vestidos caros y tacones.
El escenario se transformó en una especie de histeria contenida, una mirada arrebatadora de pieles, pezones excitados y bocas entreabiertas. Todas estábamos allí.
Pese a todo, no dejaba de ser una fiesta. No todos los días muere un Amante.
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